«Me dejaste beber la copa de vino,
sin darte cuenta, o quizás sabías bien
lo que hacías aquella tarde sorpresiva.
Me enseñaste a amar lo imposible,
me enseñaste a no dudar de mí misma.
No sabría decir cuál es el balance
de todo aquello, después del tiempo.
Pero se que todavía mis labios te mencionan,
y te veo plasmado en aquel personaje
que un día descubrí
y viví,
como si fuera aquella tarde,
o aquella mañana,
con tus ojos serios,
quizá tristes,
no lo sé,
enfadados,
eso sí lo sé;
pero, ¿qué se escondía tras ellos?
El trabalenguas de mi alma no lo supo descifrar,
y dejo que el tiempo procure
que tú tampoco puedas descifrar los tuyos.
Aunque algo me dice que estabas convencido,
pero temeroso,
temeroso y apasionado.
Y aquello fue una rendición, y un adiós.
Sin embargo, te siento presente,
siempre te siento presente.
Sé dónde estás, lo que haces, lo que te ocurre,
desde lejos llego a tu recóndita alma,
y te llamo, sin pérdida de cordura,
para decirte que sé quién eres
y quien soy yo,
este par de humanos incapaces de hablar
lo que el alma, temerosa, intenta proteger,
mientras el amor divino es tan fácil de expresar
y sentir.
Me enseñaste a amar lo imposible.
Me enseñaste a decirte adiós.»
Imagen: Los Enamorados,-escena galante- Jean-Marc Nattier